2.22.2014

Un mal viaje

Me encontraba en un lugar desconocido. Una intensa niebla lo cubría todo. Caminé un par de metros, desorientado. A lo lejos, podía percibir el brillo titilante de unas luces anaranjadas que parecían indicar un camino de carretera. Como una pequeña luciérnaga, me dirigí en su dirección. Aparecí frente a un enorme estanque lleno de peces. Los miré detenidamente. Se me encogió el estómago. Eran espermatozoides gigantes con forma de esturión. Observé el estanque por un segundo. Era una gran bañera de mármol llena de semen. Mi semen.

Al otro lado de la bañera una joven mujercita pelirroja se quitaba lentamente una bata blanca como su piel. Se quedó completamente desnuda, levantó grácilmente su pierna y la metió en la bañera. Yo también estaba desnudo. Miré hacia mi izquierda. Mi reflejo, desde un espejo ovalado, me dedicó un guiño sensual. Estaba desnudo, pero no podía verme el pene, lo tenía pixelado. Volví a mirar a la muchacha, pero en su lugar había un muro color carnoso. Puse ambas manos sobre el muro, intentando descifrar el sentido de todo aquello. El muro reaccionó, erizándose. Cerré los ojos, y al volver a abrirlos, cientos de pequeñas y húmedas vaginas cubrían la superficie del muro. Tenía los dedos metidos en cuatro de ellas. Retiré las manos asustado.



-Perdón -dije algo avergonzado.

Me miré las manos. Las sentía extrañas, como entumecidas. Las froté y sentí una poderosa sensación. Sentía como si las yemas de mis dedos fueran frágiles glandes, terriblemente sensibles.

Apoyé de nuevo las manos en aquella pared, lleno de curiosidad. El muro empezó a llenarse de flujo. Metí todos los dedos en una decena de vaginas diferentes. Besé a la que tenía justo frente a mis ojos, de vulva apretada y un prominente clítoris. Noté un hormigueo en las piernas. Miré hacia abajo. Estaba hundido hasta las rodillas en un líquido viscoso como pegamento industrial. Estaba hundiéndome en arenas movedizas de flujo vaginal.

Traté de mantener la calma, miré a mi alrededor en busca de algo con lo que zafarme de la poderosa fuerza de succión. El flujo me llegaba ya al escroto y la sensación era preocupante y placentera al mismo tiempo. No había nada cerca, ni tan siquiera el muro, había desaparecido también. Me hundía a una velocidad alarmante. Estaba tan calentito... me dejé tragar.

Sentía como si fuera a ahogarme, pero en lugar de eso, abrí los ojos y me encontré en una cueva. Cientos de mujeres de piedra la decoraban. Esculturales cuerpos prohibitivos. Algunas vénuses de curvas que superaban todo lo conocido por mis ojos hasta el momento. Una pequeña salida se revelaba por unos tímidos rayos de luz que se percibían tras una fila de cuerpecitos de piedra. Eran pequeñas adolescentes desnudas de cuerpos tentadores. Me sentí sucio, una tremenda erección las saludaba. Salí rápido de la cueva. La luz me cegó por unos segundos.

Cuando pude volver a ver con claridad, contemplé como ante mí se extendían unos campos de hierba infinitos. Caminé unos pasos, el paisaje era hermoso. Pisé algo blando, miré hacia abajo. Estaba pisando unas tetas. Me moví preocupado, pero pisé otro par de tetas. Miré alrededor, todo estaba cubierto de tetas hasta donde la vista alcanzaba. Mi gozo fue máximo. Me dejé caer sobre los campos de senos, rodando, con la boca abierta y el pene alzado como el mástil del Santa Maria. Apreté todos los pechos que estaban a mi alcance. Lamí decenas de pezones. Se movían rítmicamente con el viento que soplaba sobre los campos de senos, dibujándose pequeñas ondulaciones sobre el terreno. De golpe todo estaba a oscuras. Caí sobre un terreno duro. Me hice daño en el culo. Miré hacia delante. Una luz muy rápida se dirigía hacia mí. Me asusté, pero no tuve tiempo a reaccionar. Una locomotora con forma de pene me golpeó y me hizo añicos como una figurita de cristal de las que regalan en los restaurantes chinos.

Desperté sobresaltado con mis propios gritos. Estaba sentado en un suelo extraño, ligeramente cubierto de babas, con los pantalones por las rodillas y el pene en la mano. Miré brevemente a mi al rededor, confundido. Un par de señoras alteradísimas señalaban a un señor con un traje familiar mi posición.

Me había quedado dormido en el cercanías.

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